La Planta Iluminada

Integrantes del grupo: Catalina D’ Espósito, Santiago González, Rocío Segura y Emiliana Verdún
Materia: Artes en Contextos Históricos (4to Año) | Docente: Ailén Ponce


La noche dejó de erguirse
sobre los seres que habitaban aquel páramo.
El sol comenzó a colarse
en sus primeros destellos matutinos a través de las estepas.
Llegó directo a un retoño, que apenas tenía un tallo.
A medida que se iba iluminando,
más iba creciendo en tamaño.
Uno podría pensar
que el pequeño brote nunca sería grande,
pero sorprendentemente, lo fue,
e incluso fue fuerte.
Cuanto más espacio ocupaba,
más ambicionaba, nada le alcanzaba.
Una sed ardiente,
el sentimiento de tenerlo todo
y aún, quedarse sin nada,
vuelve a toda raíz muy filosa.
Necesitaba beber, devorar
aquello que veía y aquello que no.
Sentía en sus filamentos
todo lo que no poseía.
Y aquel río que prometía
era su horizonte;
Fue extendiéndose cada vez más y más,
consumiendo todo a su alrededor.
Poco a poco el verde del césped desaparecía
y la tierra se cuarteaba por la fuerza de las raíces.
Abruptamente,
el suelo se quedó sin color.
Nutrientes drenados,
y muerte al acecho,
arrebatando vidas.
Todo aquel que la creyó débil,
pagó el precio de haberla subestimado.
Entonces se alzó victoriosa
entre las otras que clamaron
por su alimento en el que
se escabullían sus astutas piernas.
Aquellas hermosas flores,
pronto marchitarían.
Ajados todos los pimpollos
y achicharrados todos los cuerpos;
las nubes no cubrían entero al cielo,
debía ser el Otoño.
Fue así que el invierno llegó,
y por su propia avaricia,
carecía de protección.
La de extensas raíces reía,
resonaba el eco en el desierto;
parecía a veces regocijarse
o retorcerse, o pedir piedad.
Algunos filamentos se anudaron,
otros se atacaron,
algunos se besaron y se escaparon
pero ninguno respondió más al tallo.
Cuando ella quiso darse cuenta de su error,
no quedaba nada en las proximidades,
solo un planeta devastado
y una egoísta flor.
Era necesario algo contundente,
una señal, un grito de auxilio,
para reubicar a la planta
en el sitio del que sola se ha ido.
Comenzó como un efecto residual,
pero ascendía paulatinamente en importancia.
La indeseada observaba por lo que se había extendido,
aunque omitía lo que había enterrado,
sin acordarse de que no todo lo que queda debajo
perece.
-“¡Malditas lombrices!”- pretendía injuriar aquella,
mas los bichos estaban hambrientos
sin otras adversarias a las que
desatar batalla- o apegarse-.
Bajo suelo algunos retrocedían
dominados por el miedo,
mientras que otros se mofaban
y continuaban su camino, necios.
La única habitante del páramo
exigía con rugidos silentes-
“¡Póstrense ante su superior!”-.
Nadie respondió.
Entonces, decidió rendirse
y arrodillarse ante el enemigo
que conocía, pero era invisible,
que afrontaba pero parecía invencible.
Nada ocurrió.
Las lombrices seguían sembrando
caos y desasosiego
dentro de aquella, la despreciable,
la execrable, la abominable, la detestable.
.
Lo único más mortífero
que la repugnante codicia del imbécil
es el tiempo- cultiva y cosecha,
indistintamente, pero no se detiene-.
El brote que todos creían indefenso
ahora yacía lentamente, por culpa de su
egoísmo y su ambición.
Quizá el fósil de una vida entera
o de varias, o de ninguna,
indicaría a la próxima planta,
si naciera algo de alguna semilla,
lo que la inmunda no aprendió cuando debía.